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pregunté:
-¿Cómo está Patricia?
Marcos volvió a suspirar.
-Nos separamos hace más de un año -dijo-. Creí que lo sabías.
-No lo sabía.
-Bueno, da lo mismo -dijo como si de veras diera lo mismo,
palpándose con una mano la barba crecida; observé que una mancha de
pintura oscurecía un poco su dedo anular-. Supongo que llevábamos
demasiados años juntos y, en fin... Desde hace unos meses está viviendo
en Madrid, así que ya no la veo.
No dije nada. Continuamos bebiendo y fumando en silencio, y en
un determinado momento me acordé inevitablemente de la última vez
que había estado en El Yate, diecisiete años atrás, con Marcos y con
Marcelo Cuartero, cuando éste me propuso marcharme a Urbana y todo
empezó. Paseé la mirada por el bar. Yo recordaba un lujoso local de la
parte alta, inaccesible a nuestra economía de indigentes, frecuentado por
ejecutivos y reluciente de espejos y maderas bruñidas, pero el lugar
donde ahora me hallaba parecía más bien (o por lo menos me lo parecía a
mí) una oscura taberna de pueblo: ciertos detalles de la decoración se
esforzaban patéticamente en remedar el interior imaginario de un yate -
marinas desmayadas, lámparas en forma de ancla, apliques coronados
por globos de luz en forma de escualo, un reloj de péndulo en forma de
raqueta de tenis-, pero las horribles cortinas de color rosa recogidas
contra los marcos de los ventanales pintados de un verde horrible, las
bandejas de tapas rancias alineadas en la barra sin brillo, las máquinas
tragaperras parpadeando su promesa apremiante de riqueza, los
camareros de uniformes manchados de caspa y la parroquia de bebedoras
solitarias de Marie Brizard y de bebedores solitarios de ginebra que de
cuando en cuando intercambiaban comentarios de viejos conocidos
avezados al alcohol y al cinismo acercaban El Yate al Bud's Bar antes que
a mi recuerdo de El Yate. De repente me sentí a gusto allí, con mi
cigarrillo y mi cerveza en la mano, como si nunca hubiera debido salir de
aquel bar de Barcelona con su atmósfera de bar de pueblo; de repente
me pregunté por qué Marcos me había citado precisamente allí.
-¿Por qué me has citado aquí? -pregunté.
-Hace tiempo que no venía -dijo. Y añadió-: No ha cambiado nada.
Perplejo, le pregunté si se refería al bar.
-Me refiero al bar, a la calle Pujol, al barrio, a todo -contestó-.
Seguro que hasta nuestro piso está idéntico. Me jode.
Sonreí.
-¿No irás a ponerte nostálgico?
-¿Nostálgico? -La interrogación no contenía sorpresa, sino fastidio,
un fastidio que lindaba con la irritación-, ¿Por qué nostálgico? Aquello no
fue lo mejor que nos ha pasado en la vida. A veces lo parece, pero no lo
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fue.
-¿No?
-No. -Frunció los labios en una mueca despectiva-. Lo mejor es lo
que nos está pasando ahora.
Hubo un silencio, al cabo del cual oí que Marcos se estaba riendo;
contagiado, yo también empecé a reír, y durante un rato una risa floja,
rara e incontrolada nos impidió hablar. Luego Marcos propuso tomar otra
cerveza y, mientras nos la servían, por preguntarle algo le pregunté por
su trabajo. Marcos dio un trago de cerveza que dejó una pincelada de
espuma en torno a su boca.
-Hace cosa de un año, justo después de que Patricia y yo nos
separáramos, dejé de pintar -explicó-. No hacía más que sufrir. No vendía
un puñetero cuadro desde hacía meses y m siquiera podía salvar los mue-
bles echándole la culpa al mercado, ese señor tan socorrido, porque
sentía que lo que pintaba era una porquería. Así que dejé de pintar. No
sabes lo bien que me sentí. De repente me di cuenta de que todo era un
malentendido absurdo: alguien o algo me había convencido de que yo era
un artista cuando en realidad no lo era, y por eso sufría tanto y todo era
una mierda. Veinte años tirando en una dirección cuando en realidad
quería ir hacia otra, veinte años al basurero... Un maldito malentendido.
Pero, en vez de deprimirme, en cuanto comprendí eso me sentí bien, fue
como si me hubiera quitado un peso enorme de encima. Así que decidí
cambiar de vida. -Dio una calada al cigarrillo y otra vez empezó a reírse,
pero se atragantó con el humo y la tos le cortó la risa-. Cambiar de vida -
continuó después de un trago de cerveza que le aclaró la garganta-.
Menudo camelo. Hay que ser gilipollas para creer que se puede cambiar
de vida, como si con cuarenta años todavía no supiéramos que no somos
nosotros los que cambiamos la vida, sino la vida la que nos cambia a
nosotros. En fin... El caso es que alquilé una casa en el campo, en un
pueblo de la Cerdanya, y lo mandé todo al diablo. El primer mes fue
estupendo: paseaba, cuidaba el huerto, charlaba con los vecinos, no hacía
nada; incluso conocí a una chica, una enfermera que trabaja en
Puigcerdá. Aquello parecía el paraíso, y empecé a hacer planes para
quedarme allí. Hasta que se jodio. Primero fueron los problemas con los
vecinos, luego la chica se aburrió de mí, luego yo empecé a aburrirme. De
repente los días se me hacían eternos, me preguntaba qué demonios
hacía allí. -Calló un momento y preguntó-: ¿Sabes lo que hice entonces? -
Lo imaginaba, casi lo sabía, pero dejé que fuera Marcos quien respondiera
a su propia pregunta-. Me puse a pintar. Tiene huevos. Me puse a pintar
por aburrimiento, para entretener el tiempo, porque no tenía nada mejor
que hacer.
Pensé en mi libro interrumpido y en los dos alegres y arrogantes
kamikazes que Marcos y yo habíamos imaginado ser diecisiete años atrás
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