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mientras el gusano carcome la cala. Y es el mar quien ganará la partida al
final.
Frente al cabo de San Vicente el cadáver de un corsario pariente mío
me salvó la vida. En Portugal, un piloto desconocido murió en mis brazos
legándome un secreto del que nació el proyecto de este viaje a las Indias.
¿Es que únicamente abrazado a un cadáver, un viviente puede conocer los
secretos que salvarán o cambiarán su vida, o que le darán la muerte arro-
jándole al infierno?
Es probable. No sé nada. No me interesa saberlo. Toda revelación no
es más que un robo al futuro, o si se quiere, un préstamo que tomamos al
futuro a cuenta de nuestra propia existencia. Nadie nace solo. Nadie muere
solo. En el instante extremo de la muerte siempre hay alguien al lado de
quien muere, que se queda con su vida y le despoja de sus secretos, de su
herencia, de sus tribulaciones.
Estaba yo al lado del Piloto desconocido. Murió él y yo creí alzarme
con su secreto; es decir con su vida. Pero después ocurrió que el Piloto,
invisible ahora, se convirtió en mi perseguidor furtivo. Llega siempre antes
que yo al lugar adonde vaya. Me persigue a todas partes como mi doble,
doblándome, sobrepasándome siempre, como si en lugar de perseguirme a
escondidas ese Piloto muerto, fuera mi propio ser el que me sigue como una
sombra. Me sigue, me persigue, me precede. No se aparta de mí. Me rodea
por todas partes.
Todos ven en mí a ese Piloto muerto. Y estoy seguro de que cuando
llegue yo al lugar adonde he elegido ir, siguiendo el camino que él mismo
me indicó, será el Piloto muerto quien me estará esperando en
ese lugar sólo por él conocido. Y de que, como él, también yo moriré
indigente, enfermo y desconocido. Sin nadie, a mi lado, a quien pueda
transmitir o que me pueda robar mi secreto. Sin nadie a quien legar la
portentosa herencia que la casualidad puso en mis manos.
Mi pacto con el Piloto es de otro orden. Siento como si nos
hubiéramos dado la palabra el uno al otro. El piloto en agonía me dio su
palabra cuando ya no tenía nada más que dar sino su propia muerte. Darse
uno al otro la palabra. Y en ella, el código secreto de una cita y de una
promesa y la verdad de aquellas islas donde dejó hijos de su sangre y
entendió que el amor es igual para todas las razas y que el temblor de lo
carnal es la verdadera duración de lo humano en cualquier lugar de la tierra.
Porque apenas algo comienza ya está la eternidad devorando esa ínfima
partícula del universo. Y nada puede sustraerse a la inexorable, furiosa,
desmemoriada voracidad del olvido.
No será el Piloto muerto quien me estará esperando si llego a esas
tierras descubiertas por él. En todo caso, será el marinero Pedro Gentil,
ignorado jeque en su serrallo de mujeres taínas, el que me recibirá, me
guiará por ese laberinto de islas, me servirá de faraute con los nativos y de
guía hacia los lugares del oro.
Parte XX
EL CORTESANO
En Lisboa, la corte inhóspita del rey Juan no hacía feliz a nadie pese al
enorme tráfago de navegaciones y al tráfico de esclavos y del oro en Guinea
que hacían de Portugal la mayor potencia marítima de Europa. No logré
embarcarme. Podía esperar a tener mi propia flota en colaboración con los
banqueros y comerciantes genoveses. Mi hermano Bartolomé, residente
desde hacía varios años en la ciudad, había trabado con ellos prósperas
relaciones. Enterado de mi naufragio, me urgía a que yo también lo hiciera.
Le dije que el momento oportuno llegaría y que por el momento tenía yo
otros designios.
La indemnización que recibí de mis patronos genoveses, cuando ya
me había olvidado del naufragio, más que irrisoria era humillante. La
devolví con un billete insultante firmado, para más escarnio, por El
Náufrago Mendigo. Mis hermanos Bartolomé y Diego, estaban asombrados
de que en la situación en que me encontraba dispusiera yo del poder
económico de que hacía gala en total mutismo de su origen.
Poco tiempo después hice boda con Felipa Moñiz de Perestrello, dama
de alcurnia, hija del difunto descubridor y capitán donatario, luego
gobernador de Puerto Santo. Costeé una fiesta de gran rumbo con invitados
principales. Mi obsequio de boda a mi joven y bella esposa fue un collar de
perlas y diamantes, digno de una reina.
Nuestra casa era una de las mejores de la villa y corte lisboeta,
bastante cercana al palacio real. No tardaron en anudarse en torno mío
influyentes relaciones que reconocían en mí a un gran navegante y cos-
mógrafo, ávidos y orgullosos de granjearse la amistad de hombre tan
principal.
Al año de nuestra boda, la adorable y discreta Felipa me dio a Diego,
nuestro hijo, cuyo nacimiento dio muerte a su madre. Me afligió mucho este
duelo, pero había que seguir adelante. Mi suegra, la viuda de Perestrello,
madre de mi difunta Felipa, era pariente del canónigo Joáo Martins. Me
abrió las puertas de su casa y de su archivo. Sabía yo que el canónigo,
consejero del Rey Juan II, había recibido una carta y un mapa del gran
cosmógrafo florentino Paolo Dal Pozzo Toscanelli relativos a un posible
viaje por el Poniente hacia el Levante que el rey Juan estaba deseoso de
hacer para completar la fabulosa aventura de Guinea y del Oriente por el
Mediterráneo.
Mi difunto suegro, horro de conocimientos náuticos, había debido su
suerte a dones de otra suerte. La propia gobernación de Porto Santo se la
debía al canónigo Martins, prendado durante muchos años de las tres
hermosísimas hermanas del gobernador. El tríplice hechizo le duró al
canónigo hasta la edad senil. Veía sus rostros hasta en las patenas. No me
preocupé de estos entuertos de familia. La vida de cada quien no le atañe
más que a él.
Me ocupé de buscar la carta y el mapa, hasta que los encontré. No me
fue difícil sustraerlos. En pocos días los retorné a su legajo, una vez
copiados en mi Libro de Navegaciones. Devolví las copias, no los origi-
nales, en las que por supuesto omití los datos que podían revelar las pistas
de la exploración a los entremetidos y curiosos de la corte. La guerra de
Portugal con Castilla no permitió al rey Juan hacerse cargo del proyecto.
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