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podemos hacerlo, Jay. No en esa horrible tempestad. �Ni siquiera est�n a nuestro alcance
esas mortales argollas! �Pobre viejo Giles...!
 �John...?  formularon una pregunta los labios de Jay Kalam.
 �Voy a intentarlo!  gritó el aludido.
Era el m�s ligero, el m�s �gil de los cuatro. �l podr�a conseguirlo, si era humanamente
posible. Hizo una se�a con la cabeza a Hal Samdu, sonriendo con fiereza. La mano del
gigante le alzó y le lanzó al vac�o, entre la lluvia torrencial y el viento aullador.
Sus brazos se alargaron y sus dedos tocaron el borde de una abrazadera met�lica.
Pero el hurac�n s� hab�a apoderado de su cuerpo y quer�a arrojarlo al precipicio. Los
dedos se aferraron. Los m�sculos se distendieron. Pero hab�a logrado sujetarse.
Moment�neamente tranquilo, John Star permaneció aferrado al reborde, empapado y
asfixiado por la lluvia torrencial. Tanteó las argollas y comprobó que servir�an, aunque
burdamente, como escalera. Luego hizo una se�a afirmativa en dirección a los dem�s.
Entonces se aseguró, con un pie sobre la argolla y la rodilla de la otra pierna
enganchada sobre la de arriba; con los brazos libres, esperó. Jay Kalam salió despedido y
�l lo atrapó al vuelo y lo ayudó a escalar hasta una posición m�s alta. Despu�s le tocó el
turno a Giles Habibula, con la cara verde, jadeando. Y a Aladoree; que dijo �Gracias,
John Ulnar�, con un tono extra�o, ahogado, cuando la recibió entre sus brazos.
A continuación Hal Samdu pasó las patas ensangrentadas del tr�pode y las colgaron de
sus cinturones. De pie sobre la estrecha cornisa, corrió la reja hasta que oyó el chasquido
de la cerradura, con la esperanza de confundir a sus perseguidores. Luego saltó, entre las
cortinas de lluvia, y John Star se inclinó para atraparlo.
Su peso descomunal se convirtió en un lastre intolerable para John Star, que estaba en
una posición incómoda e insegura. Una furiosa r�faga de viento que se desencadenó en
dirección descendente empeoró la situación. Mientras se aferraba a la mano h�meda del
gigante, John Star sintió que su cuerpo se iba a partir en dos, pero no la soltó. Hal Samdu
cogió una argolla con su mano libre y quedó a salvo. Luego iniciaron el descenso a lo
largo del desag�e.
Las argollas que utilizaban como puntos de apoyo estaban demasiado espaciadas. No
habr�a sido peque�a proeza el bajar mil quinientos metros, por aquel camino, en
condiciones favorables. En aquel momento el diluvio se precipitaba desde el cielo rugiente
en cortinas sofocantes. El vendaval les zarandeaba. Todos estaban casi exhaustos. Pero
el temor a la persecución inevitable les induc�a a descolgarse con una rapidez que
resultaba temeraria.
John Star pensó que en cierto sentido la tempestad representaba una ventaja: hab�a
ahuyentado a los medusas de sus edificios y m�quinas, impuls�ndolos a buscar refugio.
No parec�a existir el peligro de que los descubrieran por casualidad. Pero esa ventaja la
pagaban muy cara en la batalla contra el vendaval y la lluvia.
Tal vez hab�an recorrido la mitad del trayecto cuando Aladoree se desvaneció, v�ctima
del agotamiento.
John Star, que estaba precisamente debajo de ella y no hab�a dejado de vigilarla por
temor a que resbalara en los soportes h�medos, la recibió en sus brazos y la tuvo
abrazada hasta que volvió en s� y repitió tercamente que pod�a seguir sola. Entonces Hal
Samdu la alzó y la obligó a encaramarse sobre sus hombros, continuando de esta forma
el descenso.
A medida que descend�an, el suelo del gran abismo aparec�a cada vez m�s n�tido en
medio de la cortina de agua. Se trataba de un enorme foco cuadrangular, de trescientos
metros de lado. Los flancos negros y lisos de los colosales edificios lo amurallaban sin
solución de continuidad. El piso estaba inundado por el agua amarilla de la lluvia. Toda el
agua del planeta parec�a amarilla cuando se acumulaba en grandes vol�menes, porque
llevaba disuelto el gas org�nico rojo.
John Star estudió con ansiedad el terreno y no vio ninguna v�a posible de escape, a
menos que decidieran escalar otro de los desag�es que volcaban sus torrentes en el
pozo. Y sab�a que todos estaban demasiado próximos a la extenuación para intentar
semejante ascenso, aunque �ste les prometiera la salvación.
Cuando estaban cerca del fondo, la lluvia amainó de improviso. El rumor del trueno se
atenuó; el t�trico cielo rojo se despejó ligeramente; el viento helado los azotó con menos
violencia.
Los pies de John Star acababan de tocar el agua fr�a estancada sobre el suelo cuando
Giles Habibula murmuró:
 �Mi endemoniado ojo! Los malignos medusas vienen a buscarnos.
Al mirar hacia arriba, John Star vio los monstruos verdosos, orlados de negro, que
surg�an uno a uno del recinto que ellos hab�an abandonado y bajaban velozmente.
23 - Las fauces amarillas del terror
John Star permanec�a con el agua hasta los tobillos, mirando consternadamente a su
alrededor tratando de hallar una v�a de escape.
Al frente se extend�a la s�bana de agua amarilla de trescientos metros de lado. Sobre
ella, por todas partes, se ergu�an las paredes negras y relucientes de los inmensos
edificios, el menor de los cuales era m�s alto que el orgulloso Palacio Purp�reo. Los
muros estaban interrumpidos por elevadas puertas, pero sólo una criatura alada podr�a
alcanzar cualquiera de ellas.
Los medusas perseguidores bajaban planeando, recort�ndose como peque�os discos
contra el reducido rect�ngulo de cielo rojo.
 �No hay salida!  murmuró en dirección a Jay Kalam, que chapoteaba junto a �l .
Por primera vez... �no la hay! Supongo que ahora nos matar�n.
 �S�, hay una salida!  respondió Jay Kalam, con voz apresurada y tensa . Si
tenemos tiempo de llegar a ella. No es segura. Ni agradable. Se trata de una alternativa
t�trica y desesperada. Pero es mejor que esperar aqu� la muerte. �Adelante!  gritó
mientras Giles Habibula, el �ltimo del grupo, se introduc�a gru�endo y temblando, en el
agua helada . �No hay tiempo para perder!
 �Dónde?  preguntó Hal Samdu, chapoteando detr�s de �l en el agua amarilla.
Aladoree, exhausta, segu�a encaramada sobre su espalda . No hay ning�n camino.
 El agua de la inundación  explicó Jay Kalam , tiene una v�a de salida.
Levantando salpicaduras al correr, les condujo hasta la entrada de los desag�es
subterr�neos. Un torbellino, de tres metros de di�metro, bramaba al precipitarse por una
pesada reja de metal.
 �Mi maldito, endemoniado ojo!  exclamó Giles Habibula . �Tendremos que
zambullirnos en las inmundas alcantarillas?
 No hay m�s remedio  afirmó Jay Kalam . La otra opción consiste en esperar a
que vengan a matarnos los medusas.
 Benditos sean mis queridos y viejos huesos  gimió Giles Habibula . �Morir
ahogado como una rata miserable! Y ser vomitado luego, la dulce vida sabe dónde, para
que los monstruos malignos del r�o amarillo me destrocen y me devoren. �Ah, Giles! Fue
un d�a endemoniadamente perverso...
 �Tenemos que levantar la tapa, si podemos!  les urgió Jay Kalam.
Hal Samdu hab�a bajado a Aladoree, que estaba temblorosa y agotada. Casi sin poder
tenerse en pie por la presión del agua amarilla arremolinada, los cuatro legionarios se
reunieron a un costado de la reja circular negra, la cogieron y pusieron sus m�sculos en
tensión. No se movió.
 �Un endemoniado cerrojo!  gritó Giles Habibula, despu�s de tantear el borde.
Hal Samdu martilleó e hizo palanca sobre la barra met�lica con una de las patas del
tr�pode, mientras la corriente enloquecida rodeaba sus pies y amenazaba con derribarlo.
John Star miró hacia el cuadrado de cielo escarlata y vio los c�rculos oscuros de los
medusas, ya m�s grandes, cada vez m�s cerca.
El gigante continuó golpeando el cerrojo, y tirando de �l, pero en vario. John Star y Jay
Kalam trataron de ayudarlo, pero no sirvió de nada. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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