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compasión . Le juro que no está metido en ningún lío. Sólo deseo hacerle unas preguntas.
La secretaria empezó a sentirse victoriosa. Había logrado dominar a un periodista del Post y se sentía
bastante orgullosa. ¿Por qué no ofrecerle unas migajas?
El señor Linney ya no está matriculado en esta facultad. Eso es todo lo que puedo decirle.
Gracias farfulló de camino a la puerta.
Casi había llegado al coche, cuando alguien le llamó por su nombre. Era el estudiante de la secretaría.
Señor Grantham dijo, mientras se acercaba corriendo . Yo conozco a Edward. Más o menos ha
abandonado los estudios por algún tiempo. Problemas personales.
¿Dónde está?
Sus padres le han ingresado en una clínica privada. Se está desintoxicando.
¿Dónde?
En Silver Spring. En una clínica llamada Parklane.
¿Cuánto hace que está allí?
Aproximadamente un mes.
Gracias dijo Grantham, al tiempo que le estrechaba la mano . No le diré a nadie que me lo has contado.
¿No se habrá metido en algún lío?
No. Te lo prometo.
Pararon en el banco y Darby salió con quince mil al contado. Llevar el dinero encima le daba miedo.
Linney le daba miedo. White & Blazevich de pronto le daba miedo.
Parklane era un centro de desintoxicación para los ricos, o para quienes tuvieran un seguro caro. Estaba en
un pequeño edificio, rodeado de árboles, a un kilómetro de la carretera. Aquello podría ser difícil, pensaron.
Gray entró primero en el vestíbulo y le preguntó a la recepcionista por Edward Linney.
Es uno de nuestros pacientes respondió en un tono bastante formal.
Sí, lo sé dijo Gray, con su mejor sonrisa . Me lo han dicho en la facultad. ¿Cuál es el número de su
habitación? Darby entró entonces en el vestíbulo y se acercó lentamente a la fuente, para tomar un largo trago de
agua.
Está en la habitación veintidós, pero no puede verle.
En la facultad me han dicho que podría verle.
¿Quién es usted?
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Gray Grantham, del Washington Post. En la facultad me han dicho que podría formularle un par de
preguntas declaró con suma dulzura.
Lamento que se lo hayan dicho, señor Grantham. Verá usted, la clínica la dirigimos nosotros, ellos dirigen
la facultad. Darby cogió una revista y se sentó en un sofá.
Comprendo dijo todavía con cortesía, pero con la sonrisa considerablemente menguada .
¿Puedo hablar con el administrador?
¿Para qué?
Porque éste es un asunto sumamente importante y es preciso que vea al señor Linney esta tarde. No me
marcharé sin haber hablado con el administrador.
La recepcionista le brindó su mejor sonrisa de «váyase a freír espárragos» y se retiró del mostrador.
Un momento. Tome asiento.
Gracias.
Cuando se ausentó la recepcionista, Gray volvió la cabeza para mirar a Darby y señalar una doble puerta,
que parecía conducir al único pasillo. Respiró hondo y la cruzó. Daba a un recibidor, del que salían tres estériles
pasillos. Una placa de bronce indicaba la dirección de las habitaciones dieciocho a la treinta. Era el ala central de
la clínica, con un pasillo oscuro y silencioso, con una gruesa moqueta industrial y papel pintado con un motivo
floral en las paredes.
Acabaría en manos de la policía. Se encontraría de pronto con un robusto guardia de seguridad o un fornido
enfermero que la encerraría bajo llave en una habitación hasta que llegara la policía para maltratarla y luego
llevársela encadenada, ante la mirada impotente de su compañero. Su nombre aparecería en el periódico, el Post,
y Tocón, si no era analfabeto, lo vería y la capturarían.
Mientras avanzaba entre puertas cerradas, las playas y las piñas coladas parecían inalcanzables. La puerta
número veintidós estaba cerrada, y sobre la misma figuraban los nombres de Edward. Linney y del doctor
Wayne McLatchee. Llamó.
El administrador era más imbécil que la recepcionista. Pero también era superior su sueldo. Explicó que
tenían una política muy rigurosa en cuanto a las visitas. Sus pacientes eran personas muy enfermas y
vulnerables, a las que debían proteger. Y sus médicos, que eran los mejores de su especialidad, eran muy
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