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sí, sin personalidad? ¿Cabe acaso conocimiento puro, sin sentimiento, sin esta especie de materialidad que
el sentimiento le presta? ¿No se siente acaso el pensamiento y se siente uño a sí mismo a la vez que se
conoce y se quiere? ¿No puede decir el hombre de la estufa: «siento, luego soy»; o «quiero, luego soy»? Y
sentirse, ¿no es acaso sentirse imperecedero? Quererse, ¿no es quererse eterno, es decir, no querer morirse?
Lo que el triste judío de Amsterdam llamaba la esencia de la cosa, el conato que pone en perseverar
indefinidamente en su ser, el amor propio, el ansia de inmortalidad, ¿no será acaso la condición primera y
fundamental de todo conocimiento reflexivo o humano? ¿Y no será, por lo tanto, la verdadera base, el
verdadero punto de partida de toda filosofía, aunque los filósofos, pervertidos por el intelectualismo, no lo
reconozcan?
Y fue además el cogito el que introdujo una distinción que, aunque fecunda en verdades, lo ha sido
también en confusiones, y es la distinción entre objeto, cogito, y sujeto, sum. Apenas hay distinción que
no sirva también para confundir. Pero a esto volveremos.
Quedémonos ahora en esta vehemente sospecha de que el ansia de no morir, el hambre de la
inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio y que
es, según el trágico judío, nuestra misma esencia, eso es la base afectiva de todo conocer y el íntimo punto
de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres. Y veremos cómo la
solución a ese íntimo problema afectivo, solución que puede ser la renuncia desesperada de solucionarlo,
es la que tiñe todo el resto de la filosofía. Hasta debajo del llamado problema del conocimiento no hay sino
el afecto ese humano, como debajo de la inquisición del por qué de la causa no hay sino la rebusca del
para qué, de la finalidad. Todo lo demás es o engañarse o querer engañar a los demás. Y querer engañar a
los demás para engañarse a sí mismo.
Y ese punto de partida personal y afectivo de toda filosofía y de toda religión es el sentimiento trágico de
la vida. Vamos a verlo.
III
EL HAMBRE DE INMORTALIDAD
Parémonos en esto del inmortal anhelo de inmortalidad, aunque los gnósticos o intelectuales puedan
decir que es retórica lo que sigue y no filosofía. También el divino Platón, al disertar en su Fedón sobre la
inmortalidad del alma, dijo que conviene hacer sobre ella leyendas, uv0o, oy--i v.
Recordemos ante todo una vez más, y no será la última, aquello de Spinoza de que cada ser se esfuerza
por perseverar en él, y que este esfuerzo es su esencia misma actual, e implica tiempo indefinido, y que el
ánimo, en fin, ya en sus ideas distintas y claras, ya en las confusas, tiende a perseverar en su ser con
duración indefinida y es sabedor de este su empeño (Ethice, part. HI, props. VI-1X).
Imposible nos es, en efecto, concebirnos como no existentes, sin que haya esfuerzo alguno que baste a
que la conciencia se dé cuenta de la absoluta inconsciencia, de su propio anonadamiento. Intenta, lector,
imaginarte en plena vela cuál sea el estado de tu alma en el profundo sueño; trata de llenar tu conciencia
con la representación de la inconsciencia, y lo verás. Causa congojosísimo vértigo el empeñarse en
comprenderlo. No podemos concebirnos como no existiendo.
El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, esme como una jaula
que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en él aire que respirar.
Más, más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme a la totalidad
de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del
tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para
siempre jamás. Y ser yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!
¡O todo o nada! ¡Y qué otro sentido puede tener el «ser o no ser»! To be or no to be shakesperiano, el
de aquel mismo poeta que hizo decir a Marcio en su Coriolano (V, 4) que sólo necesitaba la eternidad
para ser dios; he wants nothing of a god but eternity? ¡Eternidad!, ¡eternidad! Este es el anhelo: la sed
de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él.
Lo que no es eterno tampoco es real.
Gritos de las entrañas del alma ha arrancado a los poetas de los tiempos todos esta tremenda visión del
fluir de las olas de la vida, desde el «sueño de una sombra» óxtas óvap de Píndaro, hasta el «la vida es
sueño», de Calderón y el «estamos hechos de la madera de los sueños», de Shakespeare, sentencia esta
última aún más trágica que la del castellano, pues mientras en aquella sólo se declara sueño a nuestra vida,
mas no a nosotros los soñadores de ella, el inglés nos hace también a nosotros sueño, sueño que sueña.
La vanidad del mundo y el cómo pasa, y el amor son las dos notas radicales y entrañadas de la verdadera
poesía. Y son dos notas que no pueden sonar la una sin que la otra a la vez resuene. El sentimiento de la
vanidad del mundo pasajero nos mete el amor, único en que se vence lo vano y transitorio, único que
rellena y eterniza la vida. Al parecer al menos, que en realidad... Y el amor, sobre todo cuando la lucha
contra el destino súmenos en el sentimiento de la vanidad de este mundo de apariencias, y nos abre la
vislumbre de otro en que, vencido el destino, sea ley la libertad. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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