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daban trabajo. Cuando llovía, nos hacían entrar en un
cobertizo de madera donde cabíamos unos doscientos
apiñados. Cerraban la puerta, nos dejaban allí
apretados unos contra otros, en una oscuridad casi
completa. Vacila un instante.
 No sabría explicárselo, señor. Todos aquellos
hombres estaban allí, uno apenas los veía, pero los
sentía muy cerca, escuchaba el ruido de su
respiración... Una de las primeras veces que nos
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encerraron en aquel cobertizo era tal la apretura que
primero creí ahogarme, y después, súbitamente, una
poderosa alegría se elevó en mí; estuve a punto de
desmayarme; entonces sentí que amaba a esos
hombres como si fuesen hermanos; hubiera querido
besarlos a todos. Después, cada vez que volvía,
experimentaba el mismo gozo.
Tengo que comer el pollo, debe de estar frío. El
Autodidacto ha terminado hace mucho y la criada
aguarda para cambiar los platos.
 Aquel cobertizo había adquirido, a mis ojos, un
carácter sagrado. A veces lograba burlar la vigilancia
de los guardianes, me deslizaba allí y en la oscuridad,
recordando las alegrías que había conocido, caía en
una especie de éxtasis. Las horas pasaban, pero yo
no lo advertía. A veces lloraba.
Debo de estar enfermo: no hay otra manera de
explicar la formidable cólera, que acaba de
trastornarme. Sí, una cólera de enfermo; me temblaban
las manos, la sangre me subió a la cara, y para terminar,
también mis labios comenzaron a temblar. Todo esto
simplemente porque el pollo estaba frío. Además, yo
también estaba frío, y esto era lo más penoso; quiero
decir que el fondo continuaba así desde hacía treinta
y seis horas, absolutamente frío, helado. La cólera me
traspasó como un torbellino; era una especie de
escalofrío, un esfuerzo de mi conciencia para
reaccionar, para luchar contra ese descenso de
temperatura. Vano esfuerzo; por una bagatela hubiese
molido a golpes al Autodidacto o a la criada,
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abrumándolos de injurias. Pero no me hubiera
entregado por entero al juego. Mi rabia se debatía en
la superficie, y durante un momento tuve la penosa
impresión de ser un bloque de hielo envuelto en llamas,
una omelette-surprise. Esta agitación superficial se
desvaneció y oí decir al Autodidacto:
 Todos los domingos iba a misa. Señor, nunca
he sido creyente. ¿Pero no podría decirse que el
verdadero misterio de la misa es la comunión entre los
hombres? Un mendicante francés, que era manco,
celebraba el oficio. Teníamos un armonio.
Escuchábamos de pie, con la cabeza descubierta, y
mientras los sones del armonio me transportaban, sentía
que era uno con todos los hombres de mi alrededor.
Ah, señor, cómo me gustaban aquellas misas. Todavía
ahora, a veces voy a la iglesia, los domingos a la
mañana, para recordarlas. En Sainte-Cécile tenemos
un organista notable.
 ¿Echó usted de menos esa vida?
 Sí, señor, en 1919. Fue el año de mi liberación.
Pasé meses muy penosos. No sabía qué hacer,
languidecía. Donde veía hombres reunidos, allí me
metía. Hasta he llegado  agrega sonriendo a seguir
el cortejo fúnebre de un desconocido. Un día,
desesperado, arrojé al fuego la colección de
estampillas... Pero encontré mi camino.
 ¿De veras?
 Alguien me aconsejó... Señor, sé que puedo
contar con su discreción. Soy  quizá no sean sus
ideas, pero tiene usted un espíritu tan amplio , soy
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socialista.
Ha bajado los ojos y sus largas pestañas palpitan:
 Desde el mes de septiembre de 1921 estoy
afiliado al partido socialista S. F. I. O. Esto es lo que
quería decirle.
Resplandece de orgullo. Me mira, con la cabeza
echada hacia atrás, los ojos medio cerrados, la boca
entreabierta; parece un mártir.
 Está muy bien  digo , es muy hermoso.
 Señor, sabía que usted iba a aprobarme. ¿Y
cómo podría censurarse a alguien que acaba de decir:
he dispuesto de mi vida de tal y tal manera, y ahora
soy perfectamente feliz?
Abre los brazos y me presenta las palmas de las
manos, con los dedos hacia el suelo, como si fuera a
recibir los estigmas. Sus ojos están vidriosos, veo rodar
en su boca una masa oscura y rosada.
 Ah  digo , si es usted feliz...
 ¿Feliz?  Su mirada es incómoda, ha levantado
los párpados y me mira con semblante duro . Usted
podrá juzgarlo, señor. Antes de tomar esa decisión me
sentía tan espantosamente solo que pensé en el suicidio.
Lo que me contuvo fue la idea de que nadie,
absolutamente nadie se conmovería con mi muerte,
que estaría aún más solo en la muerte que en la vida.
Se yergue, infla las mejillas.
 Ya no estoy solo, señor. Nunca.
 Ah, ¿conoce usted mucha gente? digo.
Sonríe y en seguida me doy cuenta de mi
ingenuidad.
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