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a los primeros tiros, de modo que nos habríamos visto muy apurados
si hubiésemos tenido nosotros que cargar los toneles.
Lo primero que hice, después que me hubo pasado el susto, fue ir
a golpear la tapa del último barril, a ver lo que, faltaba. ¡Parece in-
creíble que aquellos miserables se hubieran tragado cerca de siete
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azumbres de espíritu de vino! El tío Heitz me aseguró que muchos de
ellos lo bebían sin agua. Era necesario que semejantes salvajes tuvie-
sen el gaznate de hierro, cuando los más afamados borrachos entre
nosotros no apurarían una copa sin dar con las narices en el suelo.
En fin, habíamos ganado, y nada teníamos que hacer allí. Cuan-
do pienso en eso, me parece estar viendo aún a los vigorosos caballos
de Heitz saliendo de la cuadra y al sargento, apareciendo en la puerta
de la posada con una linterna en la mano, gritando:
-¡A escape a la ciudad! Esos canallas podrían volver en mayor
número y darnos un mal rato.
Los veteranos rodeaban los carros en la puerta de la posada: más
lejos, a la derecha veíanse los aldeanos, armados de hoces y picas para
contener a los cosacos; y yo, encaramado en uno los carros, cantaba
mentalmente alabanzas al Señor, pensando en la alegría que habían de
experimentar Sara, Zeffen y el pequeño Saffel por el buen éxito de
nuestra empresa. ¡Qué placer sentía oyendo el sonido de los cascabeles
y el chasquido, del látigo que hacía volar a los caballos!
Los veteranos, formados en dos filas con e fusil al hombro, es-
coltaban mis doce pipas de alcohol, como si fuese el Tabernáculo;
Heitz guiaba los caballos y el sargento y yo marchábamos detrás.
-Y bien, señor Moisés -me dijo riendo: -ya ve usted que todo ha
salido según sus deseos ¿está usted contento?
-Tanto, que no, sé cómo expresarle mi alegría. Lo que debía
arruinarme será la causa de la prosperidad del mi familia. Le debo a
usted mi fortuna, sargento.
-¡Vamos!.. ¡vamos! -interrumpió Trubert:  ¿se burla usted de
mí?
Yo estaba enternecido, porque, efectivamente, no deja de conmo-
ver el creerse uno arruinado y encontrarse de pronto no sólo con su
hacienda íntegra sino con pingües beneficios. Y murmuraba para mis
adentros:
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«¡Bendito seas, gran Dios, bendito seas! yo te celebraré entre los
pueblos: yo cantaré tu gloria a las naciones; porque tu bondad es in-
mensa y tu sabiduría se eleva hasta las nubes»
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XI
Voy a referirte nuestro regreso a Falsburgo. Puedes pensar si mi
mujer y mis hijos estarían con cuidado después de haberme visto salir
de casa con el fusil en la mano, sin quererles decir a dónde iba. A eso
de las cinco, Sara y Zeffen bajaron a la calle a adquirir noticias, y en-
tonces supieron que yo marchaba a Mittelbron con un destacamento
de veteranos.
¡Calcula cuál sería su terror al saber esto!
El rumor de que iban a ocurrir cosas extraordinarias, se había
extendido por la ciudad. Multitud de vecinos se habían situado en el
baluarte del cuartel de infantería, para observar lo que pasaba en el
campo. Burguet, el alcalde y otras personas notables de la población,
se encontraban allí, rodeados de mujeres y niños haciendo inútiles
esfuerzos para distinguir algo en medio de la obscuridad de la noche.
Había quien afirmaba que Samuel Moisés iba acaudillando la
columna de ataque. Empero, esto no parecía creíble. El discreto Bur-
guet decía:
-¡Es imposible! ¡Una persona tan sensata como Moisés, no iría a
arriesgar su vida contra los cosacos! ¡Es imposible!
A haberme encontrado en su lugar, habría creído lo mismo.
Los hombres, Federico, aun los más pacíficos, se ciegan de furor
cuando se ataca a sus intereses. Ellos son más valientes que los otros,
cuando no miran el peligro a que, se exponen.
Entre la muchedumbre de curiosos se encontraban Zeffen y Sara
envueltas en sus chales, y pálidas como dos cadáveres. Las pobres
mujeres estaban en pie, silenciosas e inmóviles como dos estatuas.
Estas cosas las he sabido después.
En el momento en que Zeffen y su madre llegaban a aquel sitio,
serían las cinco y media de la tarde. Ni una estrella brillaba en el cie-
lo. Precisamente, era entonces, cuando Schweyer y sus oficiales huían
delante del enemigo, a los dos minutos de empezarse la batalla.
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Burguet me refirió algunos días después, que, a pesar de la noche
y la distancia, se distinguían los fogonazos y ola el estampido de la
fusilería cual si fuese a cien pasos, y que ninguno de los circunstantes
se atrevía a respirar, para escuchar mejor los disparos, que, resonaban
sin interrupción, repetidos por el eco del Bosque, de las Encinas y el
de Lutzelburgo.
Cuando se restableció el silencio en la campiña descendió Sara
del parapeto, apoyada en el brazo de Zeffen. La infeliz no podía tener-
se en pie. Burguet las ayudó a llegar al Mercado, haciéndolas entrar
en casa del anciano Frise que se calentaba solitario y triste delante de
su hogar.
 ¡Este es el último día de mi vida!
Zeffen lloraba a lágrima viva.
Muchas veces me he arrepentido de haberles causado tan, gran
disgusto; pero, ¿quién puedo responder de su propia sabiduría? La
misma Sabiduría ha dicho:
«He considerado la sabiduría, la estultez y la locura y visto que la
sabiduría aventaja muchas veces a la locura; pero he visto también que
el sabio se comporta como el loco; por lo que, me he dicho, en el fon-
do de mi corazón, que la sabiduría es a menudo vanidad»
Acababa. Burguet de salir de casa del buen Frise a tiempo que
Schweyer y sus des dependientes subían la escalera de la poterna di-
ciendo a cuantos querían oírles que los cosacos nos rodeaban por todas [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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