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género. Pero nadie las compartirá, salvo quizás la serpiente. Nos
encontrábamos con que, si uno de los grandes felinos ocupaba la cueva, no
tenias más remedio que dejarle seguir en ella; y si tú tenías la cueva y
él la quería, no tenías más remedio que empaquetar tus cosas y largarte.
Pero esto no impedía a las mujeres quejarse constantemente.
Ni mucho menos. Seguían y seguían quejándose sin cesar. La mitad de su
conversación giraba alrededor de este tema: encantadoras cuevecitas que
habían tenido... hasta que sus maridos permitieron que un bestial oso las
arrojara de allí; cuevas secas, espaciosas, maravillosas en el distrito
inmediato que podían ocupar, si alguien tuviese realmente en cuenta el
punto de vista de la mujer, simplemente haciendo desplazarse a una
pequeña camada de leones unos kilómetros más allá (donde había además
muchas más cuevas); cuevas perfectas que se podían localizar, sin leones,
si uno buscase un poco en vez de dedicarse a elaborar excusas hablando de
la necesidad de estar todo el día puliendo trozos de pedernal; y la cueva
destartalada y ruinosa e inútil que estaban ocupando... que en realidad
ni siquiera merecía el nombre de cueva, que era un simple agujero rocoso,
una simple escarpadura con un ligero techo, por el que se filtraba la
lluvia, y no había más que oír la tos espantosa de los niños para
convencerse de ello.
Es bastante cierto que solía haber frío y humedad además de hambre
durante la noche, y también miedo, cuando la oscuridad se llenaba de los
gruñidos de los leones persiguiendo a sus presas, o de los aullidos de
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las manadas de perros olfateando. Uno podía oír al enemigo acercarse cada
vez más, y el grupo se acuclillaba y se agrupaba encogido en su miserable
pedazo de roca (en cuyo suelo, por supuesto, siempre surgía un helado
arroyuelo inexplicablemente), las mujeres con los niños en brazos, los
hombres sujetando sus hachas o sus varas aguzadas, incluso los muchachos
apretando una piedra en la mano dispuestos a arrojarla. La caza cada vez
más próxima; luego se oía el gemido de algún corzo atrapado, y entonces
sabías que no era todavía tu turno. Luego una hora o dos de inquietos
sueños y la caza comenzaba otra vez. Brillantes ojos contemplando feroces
la pequeña horda desde la oscura línea de la selva; brillaban y se
alejaban o se acercaban más a las débiles y temblorosas varas aguzadas
que defendían nuestra guarida y nos proporcionaban quizás un segundo o
dos extra en el que arrojar la piedra o lanzar la vara. Luego caía sobre
nosotros como un gran proyectil el inmenso cuerpo, ojos relampagueando,
quijadas abiertas, rugido ascendiendo hasta un crescendo de triunfo; y
nosotros nos alzábamos con nuestro grito de desafío y luego se producía
una gran confusión de varas enarboladas, piedras lanzadas, quijadas
mordiendo y garras como cuchillas rasgando el aire y destrozando muslos
desnudos y vientres indefensos. Y luego el invasor se iba, dejándonos
abatidos y sangrantes... y siempre desaparecía también algún pequeño.
¡Este era el resultado del enfrentamiento entre la inteligencia y los
firmes músculos y las garras retráctiles! A veces ganábamos incluso
frente a un ataque frontal directo. A veces nos refugiábamos en un
saliente que quedaba fuera del alcance del enemigo (y era
proporcionalmente incómodo) y mejorábamos nuestro vocabulario de insultos
frente a la colérica mirada del frustrado atacante. A veces una piedra
bien dirigida hacia alejarse al gran matasiete con la cabeza maltrecha.
En una ocasión, no se me olvida, matamos, y comimos inmediatamente, a un
dientes de sable; había perdido sus colmillos en un enfrentamiento con
algún otro animal y debió de pensar que nosotros éramos comida fácil.
Pero de lo que más me acuerdo es de las largas noches de espera en
posiciones descubiertas, pobremente fortificadas; de los crecientes
rugidos del enemigo, de los ojos relampagueantes, del ataque.
Y uno no podía hacer sino esperar y escuchar, la boca seca, el estómago
vacío, la cabeza palpitando, las rodillas flexionadas para la acción.
Largas noches insomnes en las peores estaciones, cuando parecía que
manadas de carnívoros se proponían cazarnos en turno. Los hombres
desfallecidos, muertos directamente o como resultado de las heridas;
simples muchachos aguantando en la primera línea. Y seguían llegando. Y
luego, una noche, tampoco Padre estaba allí. Aquella mañana había
contemplado la carnicería, resultado de la batalla de la noche, pálido,
agotado, abatido por el pesar. Luego había dado la vuelta y se había
internado en el bosque, diciendo tan solo: "Volveré esta noche. Tengo
algo importante que hacer". Madre lanzó un profundo suspiro y continuó
vendando con hojas y con pieles de serpiente secas, que guardaba para
tales emergencias, una horrible herida en el hombro de mi hermano. Había
perdido a Pepita, mi hermana más pequeña, aquella noche. Pero cuando cayó
de nuevo la oscuridad, Padre aún no había vuelto. Al anochecer él
supervisaba siempre la reconstrucción y el fortalecimiento de la
empalizada, procurando que todos tuviesen algo que comer, aunque solo
fuesen raíces y bayas, e inspeccionaba las hachas y aguzaba las varas.
Sabíamos lo que significaba su ausencia (un enfrentamiento con un mamut,
un pie posado imprudentemente sobre un cocodrilo) y nos dispusimos a
hacer lo que él había hecho siempre. Al final, una pálida luna comenzó a
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dibujarse entre las estrellas y nos dimos cuenta de que las cosas iban a
ponerse mal de nuevo.
Pronto llegaron, pronto empezamos a ver brillar sus ojos ardientes;
rondaban incansables frente a nosotros; y decían a la luna que tenían
hambre y debían comer; y cazaban; y volvían a nosotros de nuevo. Vi que
se aproximaba desde muy lejos una bestia desconocida de un solo ojo;
medio dormido vi aquel animal dentro de mi cabeza, como una gran
lagartija con un volcán ardiendo en la frente que avanzaba
implacablemente hacia nosotros, un inmenso leviatán de plateada armadura
que nos tragaría del modo más amistoso, poniendo fin a aquella tensión
insoportable. Así venía, aplastando en el suelo a otras criaturas más
pequeñas, cada vez más cerca, mayor, y más brillante, decidido a llegar a
nosotros antes de que los leones y los leopardos seleccionasen los
bocados más escogidos, o los lobos irrumpiesen vesánicos e irresistibles.
Y en el momento en que todos los dientes de la selva parecían converger
sobre nuestra empalizada, súbitamente, la extraña bestia broto, pequeña y
ágil y morena y bípeda, entre nuestra niebla, y taladró un rojo agujero
en el negror de la noche. Y era Padre, con el brazo en alto, y en su
mano, cautivo en una rama, llameando y humeando amenazador haciendo
retroceder a la jungla más allá del salto dé un león, estaba el fuego.
A la mañana siguiente, Padre nos condujo, una pequeña y atribulada
procesión, desde aquel saliente salpicado de sangre a la mejor cueva del
distrito. Tenía un magnífico pórtico arqueado, de unos cinco metros de
anchura y siete de altura, protegido por un saliente rocoso graciosamente
moldeado por el tiempo del que colgaban, proporcionando una especie de
cortinajes, brotes de buganvillas. En la parte frontal, una amplia y
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